domingo, 27 de septiembre de 2015

EL COMPRADOR DE HIPOCRESÍAS  
(Cuento breve)
Autoria Marino Santana

Un día en que Bertilio Morrón no tenia nada en que gastar su inmensa fortuna, decidió comprarles, a precio exorbitante; a todos los que se acercaran a su lujosa residencia: el fardo oculto de sus acostumbradas hipocresías.
La noticia recorrió los tugurios, calles y callejones de la ciudad y sus alrededores. Recorriendo además: las salas de los fastuosos palacios, las aulas de las vetustas universidades, los conciliábulos aposentados, las oficinas  cuarteriles y de sacristía; los cubículos de los respetables ministerios incluidos, las reuniones de los partidos, las tertulias vespertinas de las comadres sin oficios, las honorables cámaras legislativas y las altas cortes; igual, aseguran algunos deslenguados que, en los oscuros pasadizos de palacio, hubo quien escondiera bajo su saco, alguna que otra "mercancía" extraña, con la intensión de hacer venta donde don Bertilio, pues, repito, era alto el precio que les pagaban por su indeseable forma de ser.

Las calles todas parecían de una sola vía, ya que la gente común, los de abolengo; los nobles o plebeyos, todos corrían en pos de la casa del ricachón aquel y, luego de hacer negocios, se convertían en nuevos y sinceros potentados. Toda conversación giraba en torno a la insólita propuesta que prendió, e hizo diana, en la totalidad de los habitantes de la podrida Higuamomantu. Pero poco a poco, tras innumeras transacciones, fueron despojándose de tan pesada carga.

Todo el panorama fue cambiando en la misma medida en la que esto sucedía: La gente regresaba  por los caminos destruidos de la vecindad, anegados callejones y oscuras calles, proclamando abiertamente su inconformidad; maldecían, sin tapujos, su suerte por haber nacido en una comunidad tan poquita cosa.
Las señoras rezongaban por  haber decido casarse con sus respectivos maridos y no con el novio de la infancia que les hacia soñar despierta, con la estrellas. Algunos hombres se reclamaban el no haber tomado la oportuna decisión de abandonar este pueblo, en su momento, y estar hoy aquí, revolcándose en su miseria. Decían odiar las noches junto a sus esposas obesas, avejentadas y parlanchinas, que tan solo servían para mal cocinar y cuidar muchachos.
Los funcionarios, con inusual sinceridad, confesaban su intima intensión de conspirar para sustituir al presidente; no tenían reparos en criticar, a viva voz, las ultimas medidas tomadas por sus jefes. Como se reían, sin ocultar la burla, ante tan tozudos desaciertos. Hacían ridículas confesiones de sus desmanes, así  como también de sus descaradas indelicadezas. Y lo hicieron sin que se les subieran, siquiera, los colores a la cara.
La curia se destapó en contra del celibato; confesando sus incursiones falderiles y feas desviaciones sexuales; rayando, algunas, en la degeneración mas asquerosa. Y no faltó quien rodara  por el suelo partido en mil pedazos entre un vergonzante plumerío. Cuestionaron  dogmas y declararon confesiones ocultas que llevaron a respetables señoras al desquicio y a varios nobles caballeros  a la mazmorra.
Ya nadie daba la bienvenida a los vecinos inoportunos; nadie cedía el asiento en las guaguas, nadie sonreía al prestamista, ni saludaban  no saludaban ya a los guardias pedilones de las carreteras, los motos conchos no decían ya:
-¿Doctor, a donde lo llevo? -A cualquier salta charcos, que les pasara por el lado.

Nadie alaba los largos y aburridos discursos, ni destaca las corbatas, absurdamente combinadas, de los funcionarios de tercera.  
Los buenos días no se estan dando siquiera; las reglas de urbanidad se fueron perdiéndose paulatinamente en un ambiente sin la más mínima hipocresía. Por lo que el caos, se fue haciendo amo y señor de las calles del pueblo.
Al punto de que, la antigua orientación que seguía la multitud, en aras de vender maquilladas maquinaciones, tomó un sentido contrario. Ahora, era la gente la que quería comprar de nuevo sus mascaras simuladoras, tras las cuales ocultar sus verdaderas intenciones y pareceres, solo que, el pícaro de don Bertilio, hoy, las vende al doble de su precio. El pueblo se levantó en protesta, ante el agiotista, mas finalmente se vieron compelidos a la recompra, pues, era preferible cualquier cosa, a vivir en el despelote de la total ausencia de mentiras piadosas y demás menudencias. Como pudieron comprobar.

Pasado el raro proceso de reventa, de aquel  intangible execrable, las cosas volvieron a  su ritmo normal y la gente de Higuamomantu, aunque pobres, eran de nuevo hipócritas...pero felices.

                                                           FIN   


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