EL MISTERIO DE LA CEIBA
El tronco majestuoso de la enorme ceiba, se imponía ante el largo
camino blanco, que llevaba al batey. La gente temía pasar por allí,
pues el gigantesco árbol, de tan grimoso, ya semejaba un espectro más, de
los que, amenazantes y hostiles, se abalanzan sobre los
incautos cañeros que se aventuran, temblorosos, por su vera. Aunque
muchos colegian en que esos eran cuentos de caminos, mis viejos siempre
hablaban de lo misterioso y peligroso de pasar junto a una ceiba.
Eran los primeros días de diciembre y una leve brisa fría nos
acariciaba el rostro. Mi padre, hombre valeroso, me invitó para que le
acompañara un rato a la velación de los Obispo que, a la sazón, era todo un
acontecimiento por aquellos fundos. Bien no terminó de decirlo cuando ya saltaba yo de la
alegría.
Claramente recordaba la ultima vez que fui con el a aquella fiesta
y la gran hartura de empanadas y frituras que nos dimos, mis primos y yo; de
cómo disfrutábamos viendo a las mujeres del pueblo bailando las piezas de
atabal. Me encantaba ver a los reyes de la velada, quienes ataviados con trajes
formales, entraban seguidos de un gran gentío que gritaba eufóricos, para
verlos iniciar los bailes con una primera pieza.
No me gustaban los borrachos que amenazaban con acabar el
baile con sus filosos cuchillos. Su glosolabia imprudente y sus inoportunos
enamoramientos (que no causaban más que risa en las muchachas). Que, cual
flores andantes, esparcían su aroma, de frutas maduras, por toda la enramada.
En donde los muchachos. Les echaban ojos,
Para elegir pareja; de baile o de vida.
Por eso, me preparé lo más rápido posible, pues, mi papá no era
hombre que le gustara que lo esperen. Mucho menos esperar… así que, si no me
daba pronto, corría el riesgo de “quedarme con el moño hecho” como se dice por
aquí.
Había caído una leve llovizna. Como para hacer más dramático el
viaje. El cañaveral, en toda su bastedad verduzca, se anteponía entre
aquellos placeres y nosotros. Cuyo medio de locomoción, hasta ese momento, eran
nuestras piernas. Eso si, bien acostumbradas a los largos trechos y con las
expectativas del disfrute: cualquier camino se hace corto.
Enfilamos rumbo a Los Montones. Mi padre llevaba aquel sombrerito
de panamá -¡que le quedaba tan bien!- y su camisa de listado, recién planchada;
el pantalón de caqui, con un filo que se podía cortar caña con ellos…Yo
con mis tenis campeón, una camisita azul
claro, (que había heredado de mi hermano) y un pantaloncito corto de “arroz con
coco”… ¡muy elegante, que íbamos! Yo no podía ocultar mi contentura…
Pero al aproximarnos a la ceiba, un raro escalofrió me
recorrió todo el cuerpo; ya el sol nos negaba la luz, entre ese claro oscuro de
las tardes moribundas. Fue cuando nos vimos, de frente, con la mas
increíble ocasión que memoria tenga. La gente se imaginara lo difícil de aquel
momento, pero, al cruzar bajo aquel misterioso árbol, pude ver como cientos de hojas y
almas se levantaban en un raro frenesí formando un horrible remolino; las cañas
se quebraron, dejando al aire su
crepitar y sus gritos…
Solo sentí los brazos de mi “pai” que me cubrieron y su sombrero
que me oculto el rostro para no ver aquella cosa, que huía despavorida.
Mi padre nunca gusto de
referir esta rara hazaña. Pero, desde entonces y para siempre, se ha generado,
en mí, un hondo respeto por los concejos de los viejos. Porque, a lo
mejor, usted pensará que, quien
esto escribe, esté un poco loco.
Mas, si algún día le toca pasar cerca de una ceiba, haga lo dice mi amigo chicho:
-Rece la “manifica” y corra
por su vida...Yo no le pido que me crea… ¡es que corra, carajo!
FIN
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