EL COMPRADOR DE HIPOCRESÍAS
(Cuento breve)
Autoria Marino Santana
Un día en que Bertilio Morrón no tenia nada en que
gastar su inmensa fortuna, decidió comprarles, a precio exorbitante; a todos los que se acercaran a su lujosa residencia: el fardo oculto de sus acostumbradas hipocresías.
La noticia recorrió los tugurios, calles y callejones de la ciudad y sus alrededores. Recorriendo además: las salas de los fastuosos palacios, las
aulas de las vetustas universidades, los conciliábulos aposentados, las
oficinas cuarteriles y de sacristía; los cubículos de los respetables ministerios incluidos, las reuniones de los
partidos, las tertulias vespertinas de las comadres sin oficios, las honorables
cámaras legislativas y las altas cortes; igual, aseguran algunos deslenguados que, en
los oscuros pasadizos de palacio, hubo quien escondiera bajo su saco, alguna que otra "mercancía" extraña, con la intensión de hacer venta donde don Bertilio, pues, repito, era alto el
precio que les pagaban por su indeseable forma de ser.
Las calles todas parecían de una sola vía, ya que
la gente común, los de abolengo; los nobles o plebeyos, todos corrían en pos de
la casa del ricachón aquel y, luego de hacer negocios, se convertían en nuevos y sinceros
potentados. Toda conversación giraba en torno a la insólita
propuesta que prendió, e hizo diana, en la totalidad de los habitantes de la podrida Higuamomantu. Pero poco a poco, tras innumeras transacciones, fueron despojándose de tan pesada carga.
Todo el panorama fue cambiando en la misma medida en la que esto sucedía: La gente regresaba por los caminos destruidos de la vecindad, anegados callejones y oscuras calles, proclamando abiertamente su inconformidad; maldecían, sin tapujos, su suerte por haber nacido en una comunidad tan poquita cosa.
Las señoras rezongaban por haber decido casarse con sus respectivos maridos y no con el novio de la infancia que les hacia soñar despierta, con la estrellas. Algunos hombres se reclamaban el no haber tomado la oportuna decisión de abandonar este pueblo, en su momento, y estar hoy aquí, revolcándose en su miseria. Decían odiar las noches junto a sus esposas obesas, avejentadas y parlanchinas, que tan solo servían para mal cocinar y cuidar muchachos.
Todo el panorama fue cambiando en la misma medida en la que esto sucedía: La gente regresaba por los caminos destruidos de la vecindad, anegados callejones y oscuras calles, proclamando abiertamente su inconformidad; maldecían, sin tapujos, su suerte por haber nacido en una comunidad tan poquita cosa.
Las señoras rezongaban por haber decido casarse con sus respectivos maridos y no con el novio de la infancia que les hacia soñar despierta, con la estrellas. Algunos hombres se reclamaban el no haber tomado la oportuna decisión de abandonar este pueblo, en su momento, y estar hoy aquí, revolcándose en su miseria. Decían odiar las noches junto a sus esposas obesas, avejentadas y parlanchinas, que tan solo servían para mal cocinar y cuidar muchachos.
Los funcionarios, con inusual sinceridad, confesaban
su intima intensión de conspirar para sustituir al presidente; no tenían reparos
en criticar, a viva voz, las ultimas medidas tomadas por sus jefes. Como se reían,
sin ocultar la burla, ante tan tozudos desaciertos. Hacían ridículas confesiones de sus desmanes, así como también de sus
descaradas indelicadezas. Y lo hicieron sin que se les subieran, siquiera, los
colores a la cara.
La curia se destapó en contra del celibato; confesando
sus incursiones falderiles y feas desviaciones sexuales; rayando, algunas, en
la degeneración mas asquerosa. Y no faltó quien rodara por el suelo partido en mil pedazos entre un
vergonzante plumerío. Cuestionaron dogmas
y declararon confesiones ocultas que llevaron a respetables señoras al
desquicio y a varios nobles caballeros a
la mazmorra.
Ya nadie daba la bienvenida a los vecinos
inoportunos; nadie cedía el asiento en las guaguas, nadie sonreía al
prestamista, ni saludaban no saludaban
ya a los guardias pedilones de las carreteras, los motos conchos no decían ya:
-¿Doctor, a donde lo llevo? -A cualquier salta
charcos, que les pasara por el lado.
Nadie alaba los largos y aburridos discursos, ni
destaca las corbatas, absurdamente combinadas, de los funcionarios de
tercera.
Los buenos días no se estan dando siquiera; las
reglas de urbanidad se fueron perdiéndose paulatinamente en un ambiente sin la más
mínima hipocresía. Por lo que el caos, se fue haciendo amo y señor de las
calles del pueblo.
Al punto de que, la antigua orientación que seguía la
multitud, en aras de vender maquilladas maquinaciones, tomó un sentido
contrario. Ahora, era la gente la que quería comprar de nuevo sus mascaras simuladoras,
tras las cuales ocultar sus verdaderas intenciones y pareceres, solo que, el pícaro
de don Bertilio, hoy, las vende al doble de su precio. El pueblo se levantó en
protesta, ante el agiotista, mas finalmente se vieron compelidos a la recompra,
pues, era preferible cualquier cosa, a vivir en el despelote de la total
ausencia de mentiras piadosas y demás menudencias. Como pudieron comprobar.
Pasado el raro proceso de reventa, de aquel intangible execrable, las cosas volvieron a su ritmo normal y la gente de Higuamomantu, aunque pobres, eran de
nuevo hipócritas...pero felices.
FIN
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