jueves, 1 de octubre de 2015

EL MISTERIO DE LA CEIBA

El tronco majestuoso de la enorme ceiba, se imponía ante el largo camino blanco, que llevaba al batey. La gente temía  pasar  por allí, pues el gigantesco árbol, de tan grimoso, ya semejaba un espectro más, de los  que, amenazantes y hostiles,  se abalanzan sobre los incautos  cañeros que se aventuran, temblorosos,  por su vera. Aunque muchos colegian en que esos eran cuentos de caminos, mis viejos siempre hablaban de lo misterioso y peligroso  de pasar junto a una  ceiba.

Eran los primeros días de diciembre y una leve brisa fría nos acariciaba el rostro. Mi padre, hombre valeroso, me invitó para que le acompañara un rato a la velación de los Obispo que, a la sazón, era todo un acontecimiento por aquellos fundos. Bien no terminó de decirlo cuando ya saltaba yo de la alegría.
Claramente recordaba la ultima vez que fui con el a aquella fiesta y la gran hartura de empanadas y frituras que nos dimos, mis primos y yo; de cómo disfrutábamos viendo a las mujeres del pueblo bailando las piezas de atabal. Me encantaba ver a los reyes de la velada, quienes ataviados con trajes formales, entraban seguidos de un gran gentío que gritaba eufóricos, para verlos iniciar los bailes con una primera pieza.
No me gustaban los borrachos  que amenazaban con acabar el baile con sus filosos cuchillos. Su glosolabia imprudente y sus inoportunos enamoramientos (que no causaban más que risa en las muchachas). Que, cual flores andantes, esparcían su aroma, de frutas maduras, por toda la enramada. En donde los muchachos. Les echaban ojos,  Para elegir  pareja; de baile o de vida.

Por eso, me preparé lo más rápido posible, pues, mi papá no era hombre que le gustara que lo esperen. Mucho menos esperar… así que, si no me daba pronto, corría el riesgo de “quedarme con el moño hecho” como se dice por aquí.

Había caído una leve llovizna. Como para hacer más dramático el viaje. El cañaveral,  en toda su bastedad verduzca, se anteponía entre aquellos placeres y nosotros. Cuyo medio de locomoción, hasta ese momento, eran nuestras piernas. Eso si, bien acostumbradas a los largos trechos y con las expectativas del disfrute: cualquier camino se hace corto.

Enfilamos rumbo a Los Montones. Mi padre llevaba aquel sombrerito de panamá -¡que le quedaba tan bien!- y su camisa de listado, recién planchada; el pantalón de caqui, con un filo que se podía cortar caña con ellos…Yo con  mis tenis campeón, una camisita azul claro, (que había heredado de mi hermano) y un pantaloncito corto de “arroz con coco”… ¡muy elegante, que íbamos! Yo no podía ocultar mi contentura…
Pero al aproximarnos a la ceiba,  un raro escalofrió me recorrió todo el cuerpo; ya el sol nos negaba la luz, entre ese claro oscuro de las tardes moribundas.  Fue cuando nos vimos, de frente, con la mas increíble ocasión que memoria tenga. La gente se imaginara lo difícil de aquel momento, pero, al cruzar bajo aquel misterioso árbol,  pude ver  como cientos de hojas y almas se levantaban en un raro frenesí formando un horrible remolino; las cañas se quebraron,  dejando al aire su crepitar  y sus gritos…
Solo sentí los brazos de mi “pai” que me cubrieron y su sombrero que me oculto el rostro para no ver aquella cosa, que huía despavorida.

Mi padre nunca  gusto de referir esta rara hazaña. Pero, desde entonces y para siempre, se ha generado, en mí, un hondo respeto por los concejos de los viejos. Porque,  a lo mejor, usted pensará que, quien  esto  escribe, esté un poco loco. Mas, si algún día le toca pasar  cerca de una ceiba, haga  lo dice mi amigo chicho:

 -Rece la “manifica” y corra por su vida...Yo no le pido que me crea… ¡es que corra, carajo!



                                                                               FIN

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